La foseta del nervio óptico es una anomalía
congénita, que se considera rara y que fue descrita por primera vez por Wiethe
en 1882, en una paciente de 62 años. El autor se refirió al hallazgo como una
"depresión oscura y gris" del nervio óptico. Forma parte del espectro
de las anormalidades congénitas del disco óptico, específicamente a las
llamadas anomalías de configuración.
En este grupo de entidades puede incluirse
también el síndrome de Morning Glory, el estafiloma yuxtapapilar y el coloboma
del nervio óptico. Se considera que representa una variable más leve en el
espectro de los colobomas del nervio óptico. Esta teoría se sostiene basada en el
hecho de que eventualmente coinciden ambas patologías.
Por otra parte, Kennet, Thompson y otros
plantean que los optic pits o fosetas del nervio óptico son usualmente
unilaterales, esporádicos y no asociados con anomalías sistémicas, mientras que
los colobomas suelen ser bilaterales con la misma frecuencia que unilaterales y
pueden verse asociados a variados desórdenes multisistémicos. A esto se suma
que las fosetas no se acompañan de colobomas de iris o retinales.
Se considera que el origen de la enfermedad
ocurre al producirse un cierre imperfecto de la fisura embrionaria. Se trata de
invaginaciones intrapapilares, de color gris perlado de tamaño comprendido
entre 0,1 y 0,7 diámetros papilares y recubiertas de material glial pálido. La
incidencia es de 1 en 11 000.
Las mujeres y los hombres son igualmente
afectados y se reporta que de un 10 a un 15 % son bilaterales. En la foseta
unilateral, el disco afecto es mayor que el normal y puede tener una apariencia
gris, blanca o amarilla. En la mayoría de los casos se aprecia una sola foseta;
sin embargo, ocasionalmente se encuentran dos o incluso tres por disco.
Esta entidad puede detectarse como un hallazgo
al examen oftalmológico rutinario y mantenerse el paciente asintomático; sin
embargo, en un 40 a un 60 % de los individuos, se asocia con esquisis de capas
internas y desprendimiento seroso de la mácula. Se manifiesta como una
importante pérdida visual central a punto de partida de estas complicaciones, y
su aparición es más frecuentes entre los 30 y los 40 años de edad.
Esta característica propia de la enfermedad de
involucrar a la mácula es lo que ha traído como resultado que la comunidad
científica se plantee la interrogante de qué hacer en estos casos; pero la
dificultad máxima para llegar a un consenso es su baja incidencia, lo que
dificulta realizar estudios con muestras más amplias.
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